La verdad, el desvelamiento de mi ser personal (ser
hijo) es el encargo que
aparece a lo largo de mi vida. Encargo porque es una llamada del Creador y debo
responder libremente, operosamente, cantándola.
Un encargo que no es carga, pues la verdadera verdad
es amorosa. Comunión fructífera y sabrosa de personas.
No está de moda el enamoramiento, pero el que no sabe
qué es enamorarse no sabe qué es la verdad.
Uno se enamora de una mujer porque descubre que esa
mujer es verdad, es decir, no una mera hembra de la especie, sino la tarea de
mi libertad.
De un ejemplar hembra de la especie no se enamorara
nadie (se limita a ser atraído por ella: sólo cuando, de pronto, una mujer
resplandece, uno dice: "es ésta").
Aquí está la razón de mi vida, y tiene lugar el acontecimiento de la verdad.
(También es cierto que una mujer, o un hombre, no
están a la altura de nuestra réplica, salvo que entren sacramentalmente – me
refiero al símbolo real – en el plan de Dios).
Hay gente que rehúye enamorarse cuando advierte que
está a punto de acontecer. Por ejemplo, un egoísta que se lo pasa bomba y, de
pronto se encuentra instado por la verdad, puede pegar la espantada. Menudo lío
las complicaciones del matrimonio.
Pero el hombre que tiene suficiente agudeza se dice:
para mí, la realidad que me sale al encuentro de un modo radiante, es
imprescindible, embarco mi ser en ello.
Eso es ser libre, no carga sino encargo. Eso es
destinarse.
De
esto habla Polo en el último capítulo de "Quién es el hombre" p.
249.3
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