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Tres son las dimensiones del hábito: la
tenencia, la disposición y la relación.
La tenencia es clara en los
hábitos categoriales: me pongo un sombrero.
La disposición es clara en los
hábitos adquiridos por las potencias espirituales: sé nadar o ser oportuno.
La relación se muestra
especialmente en los hábitos superiores.
En efecto, la sindéresis, el hábito de los
primeros principios y el de sabiduría (que son hábitos superiores) abren la
persona, respectivamente, a relacionarse
con su obrar, con el universo y con su intimidad, también divina.
Se trata de relaciones existenciales,
no categoriales, que tornan a la persona en coexistente.
No son relaciones subsistentes (eso se queda
para las personas divinas), pero tampoco son relaciones accidentales, ya que
están en el orden del ser. Las llamaré (aunque algunos no lo aprecien) relaciones
trascendentales.
A todos los niveles el hábito aparece como
continuación del ser: sombrero, simpatía, filiación divina.
Y eso es así porque su ser es inacabable,
siempre además.
Sin embargo, la persona humana es también relación subsistente, si se
tiene en cuenta el Origen.
La persona humana por su filiación divina es
relación subsistente en el orden del Origen.
La apertura del hombre hacia Dios se realiza
así en cuatro relaciones que se convierten entre sí: la gracia, la esperanza,
la fe y la caridad (que también son hábitos superiores) son distintos modos de
abrirse la persona a su Creador.
No olvidemos que cuando aquí hablamos de
gracia, esperanza, fe y caridad, no nos referimos a las virtudes teologales,
sino a las aperturas transcendentales.
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