Me lo parece porque corona nuestra filiación
divina.
La persona humana es hija. Somos hijos.
Es cierto que el Espíritu Santo, con su gracia
santificante, nos da las tres virtudes teologales sobrenaturales, y sus siete
dones, y sus frutos.
Pero en la diversidad siempre tenemos que
respetar la jerarquía.
El trascendental personal más alto es el Amor
personal.
Después viene el Intelecto personal con sus
hábitos innatos de sabiduría, primeros principios y sindéresis.
«Los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios.
Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el
temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que
clamamos: “Abbá, Padre”» (Rm 8, 14-15).
No es lo mismo conocer que amar.
El sentido de la filiación divina exige
conocimiento, pero sobre todo exige la piedad de un hijo.
Por encima del don de Sabiduría, debe situarse, a
mi entender, el don de Piedad.
La apertura transcendente correspondiente es la
esperanza trascendental que se abre a Dios Padre.
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