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Decimos que la intimidad humana es precaria, porque no encuentra réplica en
su interior.
Para entenderlo volvamos a pensar la distinción entre el universo físico y
la persona humana.
El ser de la persona humana es una ampliación de la mera existencia.
La coexistencia personal aporta a la mera existencia del universo físico un
añadido: sobre todo, el entendimiento y el amor.
El ser de la persona humana se distingue así del ser del universo físico.
En virtud de ese añadido, la coexistencia pide correspondencia, reciprocidad, dualidad, réplica.
Sin embargo, el ser humano, en su intimidad, carece de réplica; por eso
decimos que su intimidad es precaria: algo indigente, y más bien infecunda.
No obstante, como dice
Posada, el “además” es un conato de identidad.
Es cierto que, solitaria,
la
intimidad personal es silenciosa y está oculta, por lo tanto su fecundidad nos
está vedada en esta vida, aunque la vamos conociendo a través de sus
manifestaciones.
Cervantes puso, entre las locuras de don Quijote, la afirmación: yo sé
quién soy; pero el ser humano no: eso no lo sabe cabalmente.
Por lo mismo, no podemos juzgar categóricamente a los demás, ni tampoco a
nosotros mismos: sólo al creador pertenece la intimidad personal, sólo él
conoce el fondo íntimo de cada persona humana. Las personas que tienen que
juzgar (jueces, padres, profesores...) lo han de hacer con cierta distancia, o
relatividad: conscientes de la limitación de su juicio; porque el único juicio absoluto sobre las personas es el juicio divino.
Sin éste, la persona creada quedaría velada, ignorante de su auténtica
verdad y de su valor; y además se quedaría sola, sin la requerida comprensión y
aceptación.
La precariedad de la persona es salvada por su filiación: Él me dirá quién
soy.
Ideas
sacadas y copiadas del “compendio” de Antropología “el hombre como persona” de Juan A.
García González.
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