Aunque estemos abiertos a la plenitud, nuestra vida, nuestro crecimiento,
nuestra esencia, depende siempre de la máxima amplitud, somos criaturas.
Somos como caballos felices en un prado (Sabiduría 19, 9).
Aunque estemos incluidos en la máxima amplitud, no deja de ser una
inclusión o adopción.
En virtud de la estricta
dualidad co-existencia–esencia, toda la actividad trascendental humana (es decir,
la actividad personal dirigida al Transcendente en cuanto que ‘mi Origen’ y ‘mi
Destino’) repercute en su potencia, o sea, no cabe la actuosidad trascendental humana separada enteramente
de la actividad esencial del hombre. Si esa se diera, el hombre sería Dios.
Comenzamos a existir cuando Dios nos crea en una naturaleza corporal y como
personas podemos disponer esencialmente, irrestrictamente, pero nuestra
intimidad, la persona que somos y seremos es siempre distinta de nuestra
manifestación.
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