El realismo según Juan A. García González. Tres hitos

 

 

EL REALISMO FILOSÓFICO

EN LOS TRES HITOS QUE JALONAN SU HISTORIA

Juan A. García González

 

 

              Nos corresponde presentarles el realismo metafísico. O, al menos, la forma de realismo metafísico que estimamos admisible; ligada estrechamente a un realismo antropológico. En definitiva, realismo filosófico.

 

1. Enfoque histórico del realismo.

 

              Vamos a empezar adoptando un enfoque histórico; porque no es lo mismo el debate sobre el realismo en el pensamiento antiguo, el realismo en la nueva filosofía que se gesta al final del medievo y se desarrolla en la edad moderna, y el realismo en el pensamiento más actual que surge a partir del siglo XX; tres momentos históricos significativamente diferentes. Distinguimos, en paralelo, estos tres hitos en la historia de la filosofía: el descubrimiento del ser como acto, que es la clave del realismo filosófico; el encuentro de la actividad de existir, nuclear a su vez en el realismo metafísico; y la conquista de la actividad libre de coexistir, meollo del realismo antropológico.

 

1) La clave del realismo filosófico: el ser como actividad.

 

              El descubrimiento del ser como acto es el fruto de la discusión sobre el realismo en el pensamiento antiguo, en la Grecia clásica. El enfrentamiento entre idealismo y realismo se planteó en la escuela ateniense como una discusión entre Platón y Aristóteles acerca de si ser es “ser siempre lo mismo”, y está ubicado entonces en la inmutabilidad de las ideas platónicas; o bien si ser es “ser en acto”, ejercer alguna clase de actividad en el mundo real, como pensó Aristóteles. En otros términos: si ser es algo actual, estático e ideal, al modo parmenídeo; o bien algo dinámico, activo y procesual, de raigambre heraclítea.

              Aristóteles evitó el horismos platónico, la separación entre el mundo ideal (el del auténtico ser: to ontos on) y el mundo sensible (el del devenir, que es sólo una apariencia), cuando encontró en el movimiento circular, y en la permuta de los elementos que lo imitan, la manera de “ser siempre lo mismo” a través del movimiento y del cambio, que así dejaban de ser sólo aparentes. En la sucesión y reiteración de los ciclos cósmicos se mantiene siempre lo mismo, pero a través de un dinamismo, de una actividad.

              La cosmología de Aristóteles, en último término, es todo un gran catálogo de actividades: los movimientos celestes y los terrestres, en los que -a diferencia de aquéllos- el final es distinto del principio; la nutrición, el metabolismo y la reproducción de los vivientes; la tendencia y la sensación, pues la vida animal es orexis kai praxis; y, por fin, la actividad intelectual, que tiene algo de divina: la theoría.

              El realismo antiguo consiste, pues, en afirmar que ser es ser en acto: no la actualidad inmutable de lo ideal, que permanece ajena al tiempo, sino la actividad real de las cosas, que las somete a procesos y cambios; e incluso también la actividad real de pensar, distinta de la idealidad de lo pensado, aunque simultánea con ella: es la operación cognoscitiva inmanente, la praxis teleia, del estagirita.

              Con todo, el progreso de Aristóteles sobre Platón no anula los veinte años que pasó en la academia con su maestro. Cuando el estagirita habla del ser en acto, de la actividad real de las cosas, distingue inmediatamente la energeia respecto de la entelecheia; en otras palabras: la actividad respecto de la actualidad, o bien el dinamismo respecto de la posición actual de los seres; ideada ésta como una actividad exterior a la mente humana para informar la materia y constituir la sustancia primera. Acepta ambas, cada una con su propio alcance, pero más bien asociándolas o asimilándolas[1]. Con ello mantiene larvado el idealismo platónico, ahora en la forma de actualismo: la entelecheia es una actividad ideada, supuesta; una actualidad proyectada desde el pensamiento a la realidad extramental.

              En su contra hay que decir que lo real es la actividad extramental de las cosas, pero no su actualidad, su posición sustancial; que más bien es ideal, porque se reduce a su presencia ante la mente del hombre. Propiamente actual sólo es el pensamiento humano, a él corresponde la actualidad; al menos de acuerdo con la tesis que sobre la praxis teleia como límite mental ha señalado Polo y nosotros suscribimos.

              Sobre el realismo antiguo, en suma, hay que extraer el balance que sacó Nietzsche: quien denunció el nihilismo de la metafísica a que nos condujo Platón. Nihilismo de la metafísica (que no nihilismo metafísico[2]) porque el platonismo, al primar la idealidad separada, se aleja del mundo real forjando otro ideal, etéreo, meta-físico en sentido peyorativo; que en realidad no es nada: ya que la existencia real no es ideal, ni de índole intelectual como el cosmos noetós platónico, sino precisamente extramental, extraideal. El realismo antiplatónico se sustenta en que ser es ser en acto, es decir, el ejercicio de alguna actividad real.

 

2) El realismo metafísico: la actividad de existir.

 

              La nueva filosofía, de inspiración religiosa, que se incoa en la baja edad media y prosigue en la modernidad, quiere romper la unidad del cosmos lograda por la vieja filosofía en el pensamiento griego, para señalar frente a ella la trascendencia divina.

              Desde Grecia, Dios es el primer ser del universo, el acto puro: una plena actividad sin mezcla de potencialidad alguna. Según Aristóteles, esa actividad es la de un pensamiento que se piensa a sí mismo: noesis noeseos; él es el primer motor del cosmos: al que mueve como fin último, y acaso también como primera causa eficiente. Un planteamiento análogo fue formulado también por los neoplatónicos: como acto puro de pensar, Dios será el primero de los seres por razón de su unidad, la que reúne lo intelectual y lo inteligible; y, por tanto, es el unum, la realidad primera de la que derivan todos los demás seres por alguna suerte de emanación; proceden de la unidad y a ella retornan: proodós y epistrofé.

              En cambio, para los pensadores tardomedievales, Dios ya no forma parte del universo, como el primero de sus seres; sino que es un ser trascendente al cosmos, y al que debe su existencia el mismo universo. Creador y criatura, ésta es la distinción clave para el pensamiento medieval.

              Para formular la trascendencia divina se utilizaron en esa época, al menos, tres modelos[3], que intentan establecer y precisar en qué consiste el acto puro, la plenitud de la pura actividad: si en ser, en entender o en querer; de esta triple alternativa depende la discusión bajomedieval sobre el realismo; la que lo enfrenta con el voluntarismo y el idealismo. Esta discusión marcará luego también el posterior despliegue de la filosofía en la modernidad.

              Realismo, idealismo y voluntarismo[4], es decir, la prioridad y el orden entre los trascendentales de la metafísica: el ser, la verdad y la bondad. O bien, si la actividad última y principal de los seres es la de ser, la existencia, o más bien se adscribe a la de pensar, o a la de querer; éste es el tema de la discusión tardomedieval y moderna sobre el realismo.

              El realismo exige la afirmación de la prioridad del ser, ligada el descubrimiento de la actividad de existir; distinta realmente de las actividades que constituyen la esencia de los seres y de la que éstas dependen; actividades esenciales que globalmente habían sido ya registradas, con mayor o menor acierto, por Aristóteles. La existencia como actividad de ser es la aportación del siglo XIII al realismo; cuando no se la descubre o admite, la filosofía se encamina alternativamente a planteamientos voluntaristas o idealistas.

 

a) El realismo bajomedieval:

 

              En la línea realista, la más continuadora del pensamiento griego, la trascendencia divina se formuló desde el encuentro de la actividad de ser, que es la prioritaria: la que sustenta la verdad y el bien. No sólo conocemos las actividades que conforman la esencia de los seres, lo que los distintos seres son; sino que además cabe encontrar una actividad distinta realmente de ellas, y no registrada por Aristóteles: la actividad de existir: el actus essendi.

              Por su actividad de existir se distinguen creador y criatura. Porque las criaturas comienzan a existir, y han de seguir existiendo, sobreponiéndose al tiempo, para ser lo que son; mientras que el creador existe desde siempre, es lo que es ab aeterno, pues es el ser originario. Son, por tanto, existencias distintas: no es lo mismo ser creado que increado.

              O también se podría decir que creador y criatura se distinguen porque para el creador su existencia es su propia esencia: poseída ya, de entrada, desde el comienzo; mientras que en las criaturas es al existir, al mantenerse sobre el tiempo, cuando pueden llegar a ser lo que son, y tan sólo eso. La esencia es entonces como el potencial de la actividad de existir: ciertamente limitado cuando es realmente distinto de ella, es decir, en las criaturas; e inmenso y pleno cuando es idéntico con ella en el creador.

              La intelección de la actividad de existir, descubierta por Alberto Magno y formulada por Tomás de Aquino, permite -con todo- cierta vacilación que retrocede al idealismo platónico; porque, como hemos apuntado, en Aristóteles pervive un oculto platonismo en la forma de actualismo. Ese actualismo aristotélico se conserva también en la edad media: notablemente en Averroes y el averroísmo latino, pero incluso en Tomás de Aquino; cuya profundización en el aristotelismo para descubrir la actividad de existir está contaminada por ese actualismo: el actus essendi, dice el aquinate, es la actualidad de todos los actos e incluso de las mismas formas[5].

 

b) El voluntarismo nominalista:

 

              La segunda línea empleada en esta época para señalar la trascendencia divina, y la más extraña a la mente griega, es la voluntarista. El voluntarismo, que surge con el nominalismo al final de la edad media, se extiende después por todo el pensamiento moderno, aunque en ocasiones latente; hasta culminar, tras Schopenhauer, en Nietzsche y su conocida voluntad de poder.

              En el siglo XIV se pensó que la actividad que distingue a Dios de las criaturas es la omnipotencia de su voluntad, de la que depende la existencia y la verdad de todo lo creado. Si la esencia es el potencial de la existencia, a la pura actividad de existir le corresponderá absoluta omnipotencia. De modo que Dios no es sólo, hacia fuera, el creador del universo, sino también el productor, hacia dentro, de su trinidad de personas. Y no sólo es el principio creador del mundo que realmente existe, sino que su omnipotencia le hace capaz también de crear, en otros tiempo y lugares, otros mundos: todos los mundos posibles; y de intervenir a su antojo en este mundo creado, que pierde así su autonomía y su propia consistencia.

              El voluntarismo lleva consigo, por consiguiente, la debilitación de la inteligencia: pues la omnipotencia divina, llegaron a decir, es de una potencia absoluta, no de otra ordenada por la razón. Y por eso, la criatura, al depender en todo momento de la omnímoda voluntad divina, pierde su propia forma de ser, su naturaleza, su esencia; y queda reducida al mero acontecer individual, a su darse de hecho en entera dependencia del creador, a su realidad fáctica: la heacceitas escotista o el puro singular ockhamista, distinto loco et numero de todo otro individuo.

              El empirismo moderno hunde sus raíces en esta penuria de inteligibilidad de lo real que el voluntarismo comporta. Por esta razón, el nominalismo propició el nacimiento de la nueva ciencia (que atiende a hechos en lugar de a formas, fines o esencias), principalmente a través de los calculadores del colegio Merton de Oxford (singularmente Bradwardine) y de la escuela científica de París (Buridán y Oresme). Culminando esta misma línea, Kant dirá luego que la existencia no es un predicado real, un contenido inteligible; sino que es simplemente la posición de una cosa[6], extrainteligible, con todas sus determinaciones inteligibles.

 

c) El idealismo moderno:

 

              El tercer expediente teórico utilizado a fines de la edad media para señalar la trascendencia divina procede del neoplatonismo; y consiste en sostener, por la pureza de su actividad, la independencia del pensamiento, su prioridad antecedente y absolutamente separada; pues se concibe a Dios como puro intelecto que se piensa a sí mismo, al margen del ser. Ya que no necesita siquiera de la existencia, pues la precede: es el Deus latens et dormiens, como lo dijo el maestro Eckhart[7]; después, cuando Dios ya existe, entonces crea[8]. Y así, tal y como afirmaba la cuarta proposición del Liber de causis, el ser es la primera de las cosas creadas: prima rerum creatarum est esse.

              Así como para Platón hay un cosmos noetos, al que el mundo sensible hace presente -porque participa de él y le imita-, así también para Leibniz la razón es el principio suficiente de cuanto ocurre actualmente; y entonces la existencia no es más que el despliegue en el espacio y en el tiempo de un concepto: el desarrollo de una idea; espacio y tiempo son la representación sensible de la armonía preestablecida.

              Ya Avicena, al distinguir esencia y existencia con distinción sólo de razón, por no haber encontrado la actividad de existir realmente distinta de las actividades esenciales de los seres, concedió primacía a la esencia sobre la existencia, anteponiendo entonces la posibilidad ideal a la realidad efectiva de lo actual, sea contingente o necesaria. Siguiendo esta línea, Duns Scotto, Suárez y los racionalistas, en particular Leibniz, son también pensadores esencialistas: que proceden a la modalización de la ontología; pues es desde la esencia pensada, posible, como se entiende y explica su existencia actual, contingente o necesaria; una consideración abocada a considerar los mundos posibles, más que el mundo real.

              El racionalismo leibniciano conduce al idealismo hegeliano. Y también para Hegel lo prioritario absolutamente es la idea; aunque luego quepa distinguir la idea considerada en sí misma: lógicamente, en su propio elemento; de la idea alienada fuera de sí misma: en el espacio y en el tiempo, en la naturaleza; y de la idea que quizá finalmente se recupere para sí misma en el espíritu humano: en la historia.

              Aún más tarde, esta distinción idealista entre la existencia, que ubicamos en el espacio y en el tiempo, y su previo fundamento, de índole racional, permitió el enfoque schellingiano de la libertad humana (del que sacó partido el mismo Heidegger para justificar su devaneo con el nazismo). Según este enfoque, se explica la libertad humana sobre el telón de fondo del determinismo luterano, presente en Leibniz y Hegel: pues la libertad es abgrund, un fundamento sin fundamento, es decir, un principio que no principia, o que en el fondo es impotente. Y así se sustrae de la acusación nietzscheana de ocultar en su fondo una voluntad de poder.

 

d) El realismo científico contemporáneo:

 

              Con todo, el idealismo no es completamente distinto del voluntarismo. La espontaneidad de la actividad primordial, sea el entender o el querer, les resulta común a ambos; por cuanto esa espontaneidad requiere prescindir de la prioridad antecedente del ser. De modo que el realismo es el gran olvidado en esta pugna; y el gran damnificado de la concesión de prioridad tanto a la inteligencia como a la voluntad. Porque precisamente el realismo consiste en conceder prioridad a la existencia, y en metafísica sólo consiste en ello: pues la existencia extramental es lo primero sólo como principio, y nada más que como tal.

              La omnipotencia divina, en efecto, reduce la realidad a mera facticidad. Y la pura intelección, que no necesita ser, sino que se constituye como su prioridad antecedente y separada, coloca a la realidad efectiva en un lugar secundario, derivado. En ambos casos, el hombre se evade del mundo real, reduciéndolo a pura facticidad o considerándolo como mera efectuación, contingente o necesaria, de una previa idea posible. Del voluntarismo procede la atenencia a los hechos singulares e individuales, y del idealismo su globalización en la especulación teórica: una pugna epistemológica que obedece, como decimos, a que ambas actitudes tienen una raíz común.

              Por ella, nominalismo e idealismo entablan un pleito entre el pensamiento, de carácter universal, y los hechos empíricos, estrictamente individuales: es el enfrentamiento entre la inteligibilidad pensable y la índole fáctica o singular, extrainteligible, de lo real. Cuando la teoría humana se entiende especulativamente: como la fuerza del negativo, esa negatividad del espíritu suprime la particularidad de la experiencia sensible en aras de la universalidad del concepto. Entonces a esa mediación del pensar se puede oponer el peso de lo inmediato: de lo dado en la experiencia sensible, concreto y particular; lo cual -frente a esa mediación negativa- se entiende ahora como lo positivo. Comte frente a Hegel: las ciencias positivas frente a la especulación teórica de la metafísica.

              El realismo científico, el de los hechos que verifican o falsean la índole hipotética -posible- de nuestras ideas, es una reposición del nominalismo frente a la victoria pírrica que sobre él logró el idealismo. Pero el realismo metafísico, la prioridad de la existencia, se pierde en ambos casos y queda muy lejos de ese pleito. Con todo, más o menos empirista, el realismo cientificista, heredero de esa vieja pelea epistemológica del fin de la modernidad, permea aún hoy nuestro ambiente intelectual.

 

3) El realismo antropológico: la actividad libre de coexistir.

 

              En el pensamiento actual y más contemporáneo de nosotros hay otra forma de realismo. O bien, el realismo se está planteando en nuestros días de otro modo: en el fondo de un modo antropológico, más que metafísico. Mucho se habla hoy del giro antropológico de la filosofía: pues también ese giro afecta al debate sobre el realismo.

 

a) De la existencia al existente:

 

              Ya la modalización moderna de la metafísica prescinde, en último término, de la existencia extramental y se dirige más bien hacia la realidad humana; pues, al sustituir la consideración trascendental del ser por la modal, remitimos en definitiva la actualidad, necesidad o posibilidad de los seres, no a su principio real, sino a la estructura cognoscitiva del hombre, como bien señaló Kant. Además, la prioridad del entender o del querer que defienden voluntarismo e idealismo indica también claramente el subjetivismo moderno, que toma a la humana subjetividad como la realidad central y primaria, si no la única.

              De la realidad extramental en sí misma, independiente del hombre, la que la metafísica busca y con cuyo estatuto meramente fáctico se conforma el realismo científico; de ésa en el siglo XX se ha hecho más bien una cierta epojé: una reducción para volver a las cosas mismas… tal y como se nos presentan; prescindiendo de cómo sean en sí, algo que postulamos improcedente, o inaccesible. Nos quedamos entonces con el mundo humano frente al universo real; ésa es la posición preconizada por Brentano[9], y explícitamente formulada por la fenomenología husserliana.

              Una fenomenología que, paralelamente, renuncia a la autoconciencia de un sujeto absoluto, afirmando que el sujeto humano es estructuralmente un sujeto finito: en lugar de buscar la noesis noeseos, se queda en la correlación noesis-noema. El sujeto humano, en definitiva, es un sujeto en-el-mundo; el yo, un yo y sus circunstancias, como lo expresó Ortega.

              Entre el Husserl de Gotinga y el de Friburgo[10] se ha transitado desde el yo trascendental a un yo incorporado, instalado en el mundo de la vida; es decir, de un yo ideal al yo real: realismo antropológico. Y así hemos dejado al margen la índole separada del yo -abstracta, teórica, ideal- para considerar su concreta finitud real: palpable en su apropiación del cuerpo, la temporalidad de su conciencia, la intermediación de sus relaciones intersubjetivas, etc.

              Heidegger continuará esa tarea con la analítica de los existenciarios del da-sein, es decir, del ser humano; considerado entonces no como un ente cualquiera, sino como uno peculiar: el existente. La fenomenología se dice entonces existencial: por no estar referida al ser en general, sino al hombre; que no es un ser como los demás, aquél ante el que aparecen los demás: el existente.

              Por otro lado, el debate moderno entre nominalismo e idealismo lo hemos reconducido hoy a la discusión sobre los hechos y sus interpretaciones[11]. Un discutible reparto entre lo objetivo y lo subjetivo: los hechos en manos de la ciencia, las interpretaciones en las de la hermenéutica. En su extremo radical: “no existen hechos, sólo interpretaciones”, como dijo Nietzsche. Otra manera, en último término, de poner la realidad humana en primer plano, en la base de las demás realidades; sobre ella recae ahora el entero debate sobre el realismo.

              Prescindiendo, en suma, del realismo metafísico (no ya de la consideración de la potencia y el acto, sino también de la discusión con el idealismo y el voluntarismo; y como evitando esas batallas, quizá por considerarlas indecidibles, o inconducentes), nos hemos dirigido en el siglo XX, con la fenomenología existencial y la hermenéutica, hacia el descubrimiento del sentido antropológico del realismo, o del realismo como tema antropológico.

              Casi como renuncia a la metafísica, o por desistir ante ella, se ha generado el tema del realismo antropológico: la cuestión de la realidad del ser humano. Las obras de Heidegger Ser y tiempo[12], y luego Kant y el problema de la metafísica[13],  resultan claves en esta dirección: para la fundamentación antropológica de la metafísica o, como lo dice el propio Heidegger, para formular “la metafísica del ser-ahí como ontología fundamental”. Heidegger llama existente al hombre, como expresión de su singularidad respecto de los demás entes; ostensible al notar que la metafísica, más que volcada sobre el conjunto de la realidad, incluyendo al hombre, es una privilegiada obra humana, entre otras muchas que el hombre realiza. El hombre es el único ente que se pregunta por el ser.

              En esa misma línea, aunque con otro sentido y alcance, Levinas nos insta también a pasar De la existencia al existente[14]: de la metafísica a la antropología, e incluso a la ética; hay que pasar de lo mismo del ser -ser siempre lo mismo- a lo otro del prójimo; y por eso, también, pasar de uno mismo al otro. Como igualmente el personalismo (con marcada aversión a la metafísica) se empeña en distinguir cosa y persona, algo de alguien. Actitudes binómicas, casi dialécticas, que se alejan del realismo; porque éste exige la prioridad de la existencia, la cual supera esas dicotomías. Desde la prioridad de la existencia tanto existe el universo como las personas, aunque quizá con un distinto sentido de la existencia en ambos casos; y tanto existe uno mismo como los demás.

 

b) Existente o coexistente:

 

              Prescindir de la metafísica para descubrir la existencia humana es una actitud insuficiente, porque induce a error: ya que precisamente la misma metafísica indica y sugiere la índole peculiar de la existencia humana. Que no es como la existencia de la que trata la metafísica; sino otra distinta añadida a ella. Distinta, pero coexistente con ella: pues la coexistencia de la persona humana es, ante todo, con la existencia extramental de que trata la metafísica. Si el hombre es el único ser que se plantea la pregunta que interroga por el ser, lo es porque coexiste con él, con el ser extramental, dotándole de sentido. Por eso no es un mero ente, pero tampoco sólo un singular existente; sino más bien un coexistente, capaz de dar al universo algo de lo que éste carece: la verdad, el sentido de su existencia.

              La persona es un coexistente, porque a los trascendentales de la metafísica (el ser, la verdad y la bondad) les añade el coexistir con el ser, el conocer la verdad y el amar el bien. Dicho añadido es un don humano al ser extramental; y es hacedero por la libertad, y sólo desde ella. Como coexistente, la persona humana goza de una existencia libre y aportante, distinta de la existencia extramental de que se ocupa la metafísica; luego haremos alguna sugerencia más al respecto.

 

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              El pensamiento antiguo dio con la clave del realismo: por afirmar que, frente a la actualidad de lo ideal, ser fuera de la mente es ser en acto, ejercer actividades. El realismo propio de la nueva filosofía, desplegada en la modernidad a partir de fines del medievo, acertó al proponer el realismo metafísico, frente a voluntarismo e idealismo, por encontrar la actividad de existir, prioritaria sobre toda otra actividad esencial de las cosas. Por último, el realismo antropológico al que nos reta el pensamiento actual nos insta a alcanzar la actividad de coexistir: una actividad personal, libre y aportante. La actividad de coexistir es la ampliación del debate sobre el realismo que se abre paso en la filosofía actual.

 

              Dejando ya este boceto histórico, describiremos ahora el realismo metafísico que cabe defender actualmente; y esbozaremos luego el realismo antropológico al que nuestra época nos impele hoy.

 

2. Descripción del realismo metafísico.

 

              Queremos defender el realismo metafísico: uno que sostenga el carácter activo de la realidad, privándole de toda actualidad; la cual, como hemos sugerido, es ideal, mental: es el límite mental. La actividad de existir, en cambio, es precisamente extramental: la persistencia extramental.

 

1) Realismo virtual.

 

              Para ser realista hoy en metafísica es preciso reducir la realidad extramental a pura principialidad, a la persistencia del principio (y, a lo sumo, su posterior analítica racional). La metafísica trata exclusivamente de los principios: la ontología, la cosmología, de la analítica de los principios predicamentales o causas; y la metafísica propiamente dicha, de los primeros principios: ante todo del principio de no contradicción, que es la estricta persistencia extramental del ser (pues lo contradictorio sería su cese).

              La misma historia de la filosofía muestra que los primeros principios son la temática propia de la metafísica; pues ese saber empezó buscando la arché: el principio primero de donde proceden todos los seres, del que se forman y en el que se resuelven. Después progresó distinguiendo la pluralidad de archai predicamentales: las causas que, en su conjunción, forjan la naturaleza de los seres: lo que decimos que son, su esencia. Y, aún después, avanzó más añadiendo a la esencia la existencia, la actividad de persistir: que es aquel acto, aquella actividad primera y previa a toda otra, por la que los seres son lo que son y tienen la naturaleza que tienen.

              La noción de principio se contradistingue de la de resultado; y más en general prescinde de todo lo derivado a partir del principio, es decir, de toda continuación. Por eso, puesta la acción causal, el efecto no depende de ella, sino del receptor de la acción. De acuerdo con ello, la realidad extramental es puramente causal, principial: principio que persiste como tal principio, principio… y nada más que principio; o principio sin continuación[15]. En todo caso: base, fundamento, punto de partida… distinto de lo que viene después. No por ello algo vacío e informe, sino principio de los contenidos y de las formas; es decir, causa de la información que finalmente obra en poder de la mente humana.

              Solemos llamar a este realismo metafísico, el de las causas y principios, realismo virtual: porque la realidad extramental tiene virtualidades que todos los seres, y muy en particular el hombre, se ocupan de editar, de actualizar. Y acostumbramos usar para exponerlo, el ejemplo de un punto donde no hay nada (la punta de un dedo, pongamos por caso). Ahí, en ese punto vacío, si hay un receptor de radio escucharemos un buen número de emisoras de todas clases; y, si es de onda corta, procedentes de casi todo el mundo. Si, en lugar de una radio, ponemos un receptor de televisión, veremos multitud de cadenas televisivas; y, mediante una antena parabólica, de casi todos los países del mundo. Y si, en lugar de una radio o un televisor, ponemos un teléfono móvil recibiremos llamadas, mensajes y demás; incluso, a través de la internet, casi cualquier clase de información. Más aún: todos los móviles del mundo, en ese mismo punto, recibirán seguramente su propia información cada uno de ellos, hasta llegar casi al infinito. Donde no hay nada, en un punto vacío del espacio, está prácticamente todo: pero en estado virtual no actual; sólo dependemos de tener los dispositivos adecuados para actualizarlo. Y eso pensamos que son las facultades cognoscitivas orgánicas, y hasta la misma inteligencia inorgánica del hombre: modos de disponer de información, y de continuarla -incluso de modo práctico- extrayendo las virtualidades de lo real; realidad que, en cambio, en sí misma considerada, no es nada: nada… más que el principio del mundo que los hombres somos capaces de forjar a partir de ella.

              Este realismo virtual niega que la realidad extramental sea actualmente algo: un trasmundo, igual o diferente que el mundo que vemos; porque lo actual es únicamente lo presente ante el hombre. El realismo virtual afirma que la realidad extramental no es algo, pero tampoco nada; o bien afirma que no es nada… más que el principio de lo actual: actividad extramental que se mantiene siempre enteramente distinta de la actualidad ideal de lo presente ante la mente humana, o de lo que ella es capaz de producir a partir de lo virtual.

 

2) Realidad extramental y mundo humano.

 

              Éste es el realismo metafísico compatible con el pensamiento contemporáneo, tras la modernidad; pues puede admitir la kantiana distinción entre noúmeno y fenómeno, sin por ello reducir la cosa en sí a la nada. Un realismo metafísico compatible también con la hermenéutica actual, porque distingue y permite enlazar los que hemos llamado principio y continuación, o posibles continuaciones. Y finalmente un realismo compatible con las derivas fenomenológicas de la filosofía en el siglo XX; pues admite ya que, más allá de una presunta transparencia noética de nuestro entendimiento, la inteligencia humana es una inteligencia incorporada, porque su objeto depende de la información recibida por el organismo humano; y por ello también una inteligencia históricamente situada, mediada por un lenguaje dado, que tiene además sus propios condicionamientos, de diversas clases. Motivos por los cuales configura su propio mundo, o la entera diversidad de sus mundos propios. Un realismo metafísico, por tanto, que distingue el mundo de la vida, en cierto modo prerracional, respecto del de la ciencia, que progresivamente se aleja de aquél; y que ubica la tarea del pensar en esa situación práctica del hombre que lo hace estar-en-el-mundo, o en-sus-diversos-mundos: ámbitos de significatividad, en los que el hombre se desenvuelve.

              Celebramos, por consiguiente, que se diga que no existe el mundo[16]: ese único mundo que el positivismo contemporáneo y el cientificismo actual nos han querido imponer. Como filosofía crítica del monismo empirista, para el que lo real es la pura facticidad de los hechos y las leyes que los explican, bienvenido sea el nuevo realismo: responde mejor a la realidad, en especial a la realidad humana. Aunque, como estamos diciendo, también cabe atender a la realidad extramental, meramente principial: aquélla que es independiente del hombre; atender a ella… hasta entenderla, y luego analizarla y explicarla con el despliegue de nuestra razón.

              Celebramos igualmente que se afirme que existe todo… menos ese único mundo: pongamos, los diversos mundos del arte, de la fantasía, de los distintos saberes humanos, de las diversas religiones; todos esos mundos que forjan las variadas actividades de los hombres, con sus distintas sensibilidades. Este nuevo realismo es más acorde con el ser humano que el monismo positivista. Pero sostenemos, además, que existe una realidad independiente del hombre, puramente principial; y que el hombre puede llegar a encontrarla, entenderla y explicarla: esto es el realismo metafísico.

              Existir, por tanto, no es sólo “tener significado en el contexto de un discurso posible”, o formar parte de un concreto mundo humano; sino ser el principio, la base, en que se sustentan los distintos mundos y discursos humanos: la virtualidad real, extramental, que la actualidad mental del hombre, y su posterior actividad práctica, son capaces de sacar a la luz.

              Casi nos atreveríamos a decir que igual que la acción práctica del hombre necesita unos materiales previos con los cuales construir su obra (digamos, ladrillos para hacer una casa); así también la experiencia y pensamiento humanos precisan un fundamento previo, a partir del cual suscitar su obra, por más que esta obra sea ahora teórica: una cosmovisión, una jerarquía de valores, una panorámica del hombre y su ubicación en el conjunto de la realidad, etc.

              Los hombres nos percatamos de esa prioridad de lo real, con la que tomamos contacto a partir de la experiencia sensible: porque sabemos, como solemos decirlo, que de la experiencia nace la ciencia. El ser humano es capaz de advertir, y de alguna manera explicar, esa prioridad de lo real como una realidad virtual, potencial, no actual; que está implícita en los distintos mundos que habitamos; y que es siempre previa al desarrollo de ellos; previa y sólo previa: pues sólo es su pura prioridad.

              Es quizá relativamente fácil, con todo, atacar este realismo virtual: señalando que la prioridad de lo real respecto de los mundos humanos, o la afirmación de que la verdad del pensamiento se funda en la existencia extramental de las cosas, es una idea que nosotros sostenemos, legítimamente porque somos realistas. Pero tan legítimamente como quien se oponga a ella: sosteniendo que la verdad se funda a sí misma, con una lógica pura o trascendental; o bien sosteniendo que carece de fundamento, y que los mundos humanos son arbitrarios por no estar sustentados en la realidad. Es muy fácil formular esta objeción, como también es muy fácil evadirse de ella y rechazarla.

              Ya que la prioridad de lo real no es ninguna idea de los realistas: ni nuestra, ni de otros, ni de nadie; no… si efectivamente la realidad es puramente virtual y no actual, ideal. La prioridad de lo real no es ninguna idea del hombre; su índole principial se mantiene ella sola: persiste, y ni cesa ni es seguida; pues le compete a ella misma, al propio principio: eso es precisamente ser, persistir como prioridad. No es el hombre quien le otorga al ser su prioridad; pero esa prioridad sí es algo que el hombre puede llegar a encontrar, a reconocer, a constatar diría. Y más como fruto de la misma experiencia vital y pensante del hombre, que como resultado de una teoría o una filosofía con la que alguien pudiera elaborar y formular dicha experiencia vital.

              Al hablar de realismo metafísico, no se trata, en suma, de afirmar un absoluto exterior que se imponga al hombre minorando su libertad: de ninguna manera; ni de adoptar el punto de vista del ojo de Dios para conseguir la verdad absoluta, algo carente de sentido. Pero sí de entender una experiencia existencial adquirida acerca de la prioridad de lo real, previa al despliegue mismo del pensamiento y de la vida de los hombres, aunque perfectamente compatible con ellos; pues lejos de imponerse a su libertad es precisamente la prioridad que la permite y demanda.

 

3. Planteamiento del realismo antropológico.

 

              Afirmamos, en definitiva, la existencia de la realidad extramental. A su conocimiento se ordena la metafísica: el saber de los primeros principios; en particular del de no contradicción: la persistencia del ser como principio. Por renunciar a la metafísica, el realismo contemporáneo, en sus distintas formulaciones, es más bien un realismo antropológico: que no habla del ser en general, del ente, sino del existente.

              Pero al buscar la realidad humana prescindiendo de la realidad extramental se ignora la relevante indicación acerca del ser humano que nos ofrece el saber metafísico; pues en la metafísica se produce como un cruce de existencias: una curiosa conjunción de la existencia extramental, que es objeto de ese saber, y la existencia personal, de quien ejerce la metafísica.

 

1) Metafísica y persona.

 

              Por conjuntarse con la existencia extramental, el hombre se descubre al hacer metafísica no ya sólo como un existente, sino como un coexistente. Es difícil entender a la persona humana como coexistente si no se ha encontrado, con la metafísica, la existencia extramental; pues es con esa existencia, ante todo, con la que el ser humano coexiste. No se puede ser realista en antropología sin serlo antes en metafísica; pobre antropología resulta entonces de prescindir de la metafísica. No porque sin metafísica el hombre ignore la omnitud del ser, en la que él mismo se incluye; sino más bien porque sin metafísica el hombre desconoce el ser del que él mismo se distingue: ese ser que él no es, pero con el que coexiste[17]. La metafísica trata de la existencia extramental, de los primeros principios; no de la existencia personal. Pero, cuando trata de ella, manifiesta la coexistencia de la persona humana con la existencia extramental, a la que dota generosamente de sentido. Por eso el hombre no es sólo un existente, sino un coexistente.

              La metafísica muestra a la persona humana con esa peculiar forma de existir que es la coexistencia. Pues expresa un encuentro personal de otra existencia distinta de la personal, acontecido en la propia interioridad; encuentro que manifiesta la liberalidad de la persona humana, por la que dota de sentido a una existencia que no es la suya; así como muestra su generosidad, que es capaz de dar, en este caso sentido a la realidad extramental, incluso renunciando a toda correspondencia suya.

              Eso se aprecia ya en el método de la metafísica[18]. Sin entrar en la discusión de los distintos métodos propuestos para ella[19], basta apuntar que dicho método es metalógico, como reza la usual expresión “dejar ser al ser”. La metafísica entonces, más que una obra del pensamiento, de la capacidad lógica de la humana naturaleza, sería una actividad propia del ser personal, es decir, de quien dispone de esa naturaleza, aunque sea para renunciar libremente a su ejercicio para desarrollar la metafísica.

              Desde el punto de vista temático, ocuparse de una realidad como la extramental, que -por impersonal- es incapaz de corresponder al hombre, es muestra clara de la peculiar coexistencia propia de la persona humana, caracterizada por su generosidad. Con la metafísica, el hombre no se ocupa de sí mismo, sino que se ocupa de otro ser; al que la metafísica humana, en el fondo, no le afecta en nada. Dota de sentido a la realidad extramental, a la que -en cambio- esa dotación le resulta indiferente. Da su luz, es decir ilumina, la existencia extramental, otorgándole su verdad, que ella desconoce porque es incapaz de poseer ella misma su propia verdad; pero esa existencia exterior ni acepta ni rechaza la verdad que se le otorga. La persona humana se la da, pues, gratis, generosamente: sin demandar correspondencia alguna por su parte.

              Hay en todo ello un significativo indicio de la persona; si bien nada más que un indicio: porque tampoco la metafísica es la más intensa actividad personal que cabe ejercer. Como la persona es el ser que sabe de sí, y que busca saber de sí mismo, en la metafísica acontece una alteración, al menos, del término del saber: pues con ella el hombre sólo busca conocer la existencia independiente de él, en lugar de buscar la propia existencia que él puede alcanzar.

              Buscar la existencia extramental con la metafísica, para encontrar su verdad y darle su sentido a esa existencia, es tan sólo un ejercicio libre, una empresa posible al hombre. Renunciar a la metafísica, por el contrario, es omitir esa tarea posible, retraerse de ese emprendimiento; y así quedarse el hombre sólo consigo mismo, o sólo con lo propio de uno mismo, traicionando entonces hasta cierto punto la propia manera personal de ser, que es coexistencial. Por eso, la omisión de la metafísica perjudica más al hombre -pues le dificulta comprenderse como coexistente- que al ser de que se ocupa temáticamente, al que ni beneficia ni perjudica.

              Ejercida u omitida, la metafísica es ya signo de una existencia libre: que puede aportar sentido, pero que también puede inhibirse, no salir desde sí misma hacia fuera. No ya fracasar, o frustrarse en el intento; sino antes abortar, ni siquiera llegar a surgir. En el saber metafísico aparece entonces la libertad personal, aquélla con la que el hombre secunda su íntimo afán de saber; o bien renuncia a él y se inhibe en su coexistencia con la realidad exterior. La coexistencia es, pues, la existencia libre, la forma libre de existir.

              Para fecundar el indicio de la persona que la metafísica nos proporciona, intentaremos ahora ahondar en la comprensión de lo que significa la coexistencia personal como existencia libre.

 

2) La existencia libre.

 

              La existencia libre es una existencia que se alcanza en el futuro, o eventualmente no lo hace y se inhibe; o bien se incoa, pero se frustra en el empeño. La persona alcanza a conocer la existencia extramental y la dota generosamente de sentido, o bien renuncia a ello. Así como también y sobre todo, pero ya entonces más allá de la metafísica, la persona alcanza la propia existencia personal, o bien no la alcanza, por retraerse o por ser rechazada; y entonces la persona queda inédita, o se frustra: no logra su culminación, y entonces no alcanza a ser quien es.

              Una existencia libre nos puede resultar extraña y difícil de entender, sobre todo si pensamos que existir es darse ahora, actualmente: estar ahí delante, puesto, presente ante los demás. En ese sentido actualista, nuestra existencia no es libre: porque no nos la hemos dado nosotros a nosotros mismos, ni la hemos escogido; sino que ya la tenemos, recibida de nuestros progenitores y de Dios.

              Pero si existir es una actividad que, como toda otra actividad existencial creada, consiste en mantenerse sobre el tiempo; entonces sí se puede entender una existencia libre como aquélla que no se limita a persistir, a seguir de antes a después como desde la causa hasta su efecto propio, o a mantenerse desde el principio hasta el resultado, cual la existencia extramental; sino que es una existencia que se alcanza en el futuro, que se proyecta hacia él, o bien se inhibe y no se despliega; o quizás incluso brota, pero se frustra y no alcanza su término. La libertad personal es, en el fondo, la posesión del futuro[20]; y, por ello, la existencia personal es libre en tanto que se dirige hacia él para lograr alcanzarse.

              Conocemos cantidad de ejemplos de personas que prometían, que tenían potencialidades, que gozaron de oportunidades; y finalmente las explotaron, o más bien no; fecundaron sus capacidades, su talento, o bien -por la razón que fuere- dichos talentos se desperdiciaron y malograron. La existencia libre es del tipo de esa iniciativa, que cada quien emprende o deja inédita; y que logra finalmente alcanzar o fracasa en ello.

              En España solemos usar, por ejemplo, la expresión “tomarse la libertad”. Uno se toma la libertad, vale decir, de marcharse de una reunión que no le satisface, o de invitar a tomar algo a alguien, o de cortejar a la persona a la que pretende, etc. Y, si no se toma esa libertad, no conseguirá ninguno de esos objetivos posibles. Tomarse la libertad es un ejemplo de la existencia libre: aquélla que se alcanza o no en el futuro; si libremente se acomete, y si se tiene éxito en lo pretendido.

              De modo que la persona humana como ser libre, más que ser ya ahora, actual, será en el futuro: si se alcanza, es decir, si se persigue y consigue; en otro caso, el hombre queda frustrado, o incluso inédito; como persona, es decir, en su existencia personal.

              La vinculación de la libertad con el futuro es tan estrecha, que cualquier antecedente, toda causa anterior o factor precedente en orden a explicar la conducta del hombre, anularía o menguaría su imputabilidad a la libertad personal. Es decir, la existencia libre es libre… de esa anterioridad propia de la secuencia causa-efecto; es libre… de la necesidad y del determinismo de los principios previos y del fundamento antecedente. En suma, la libertad es liberación; la existencia libre está liberada, desprendida: del orden causal -necesario, determinado- propio de la realidad extramental; la libertad se ajusta exclusivamente con el futuro.

              Lo que está libre de cualquier predeterminación, libre de toda conexión causa-efecto, lo inmotivado, lo que adviene sólo en orden al futuro, no es lo arbitrario o lo caprichoso, sino más bien lo gratuito: aquello que sólo puede justificarse en la ulterioridad del beneficio producido o de la aceptación esperada.

              Lo gratuito no es ilógico, sino metalógico: porque tiene su explicación en la índole supraexpresiva de una intimidad personal inmensamente rica. La persona es un ser que no se agota en su acción, ni puede manifestarse plenamente con ninguna de sus expresiones, porque es irreproducible e inagotable. Por eso no causa efectos en los que se muestra adecuadamente y a los que se adscribe, sino que se manifiesta siempre de un modo parcial, coyuntural, limitado, ocasional; de ahí que lo suyo sean acciones gratuitas, exclusivamente ordenadas a su destinatario.

              La intimidad personal, propia y exclusiva de cada quien, no es cosa baladí: algo como psicológico, que puede ser ilusorio y estar completamente alejado de la verdadera realidad de la persona. La intimidad personal es más profunda que la interioridad psicológica. Más bien es el mantenimiento del origen, de la propia radicalidad, más allá de sus manifestaciones; pues no se agota en lo que brota de él, sino que -inagotable- siempre rebrota con nueva intensidad. Si la naturaleza es el nacer, surgir, brotar (physis); la persona, desde su intimidad, es más bien el renacer, el resurgir, el rebrotar, siempre con nuevos bríos. En este sentido, la iniciativa libre de la persona es inagotable y siempre novedosa: en permanente renovación. La existencia personal es libre precisamente para manifestar la efusiva intimidad propia de cada persona humana: completa novedad, incansablemente aportante y enteramente gratuita.

              La libertad no tiene, por ello, el sentido de efectuar un poderío previo, o de producir el efecto de una causa antecedente responsable de él; fundamento que a la postre sólo consistiría en serlo, se agotaría en serlo. Sino que tiene el sentido de manifestar a su modo, de expresar hasta cierto punto, y así de sacar a la luz una intimidad personal inagotable, que se renueva constantemente; y que es exclusiva de cada quién y distinta de toda otra: original e insustituíble.

              Alternativamente al plexo de la existencia natural, expresada en el par causa-efecto, la existencia libre de las personas se ejerce como una actividad donal[21]: según la dualidad dar-aceptar, mediada por el don. La filosofía de la segunda mitad del siglo XX acerca la acción donal nos resulta en este punto muy aleccionadora[22], aunque todavía no haya logrado una formulación universalmente admitida. Pienso especialmente en la oportunidad de secundar las observaciones de Polo, del último Ricoeur o de Jean Luc Marion al respecto.

              La coexistencia libre da, ante todo, su propia luz, es decir, ilumina; y así da sentido: dota de sentido a la realidad extramental; con la metafísica, filosofía primera, y con las distintas teorías y filosofías segundas. Pero también es capaz de dar sentido a su propia vida, y a las situaciones históricas en las que se desenvuelve; a las relaciones que cada quien mantiene con las cosas y con los demás. Y finalmente puede también buscar el sentido de su existencia, y buscarlo en Dios cuando descubre que es una existencia creada.

              La existencia libre se orienta al futuro, independiente del pasado, en último término, porque la existencia personal es donal; y la acción donal depende de la futura aceptación de su destinatario; sin ella no puede culminar, y acaso ni siquiera incoarse. La persona da en busca de la aceptación ajena, o bien se frustra; no ya por no emerger e inhibirse, sino por no ser aceptada sino rechazada. De modo que la existencia libre está abierta al futuro, se dirige hacia él, por ser donal, por estar orientada en busca de la aceptación ajena.

 

3) La coexistencia de la persona humana.

 

              Se aprecia en ello que lo más notable de la actividad libre, liberada de la necesidad causal antecedente porque brota de una intimidad inagotable en orden a la aceptación ajena, es que la actividad existencial de la persona humana es intrínsecamente coexistencial: es la actividad de coexistir. Para que la persona humana alcance a ser quien es, para llevar a buen término su propia culminación, y manifestarse cada quién desde sí tal y como decide ser, la persona humana depende de otras personas, a las que se da en espera de su aceptación. Esto es coexistir.

              Sin la aceptación ajena, la persona humana ni sería capaz de editar sus posibilidades, de emprender sus proyectos, ni podría en modo alguno culminarlos y llevarlos a buen puerto. Ni siquiera esa manifestación tendría sentido: pues la acción donal depende del destinatario de la misma; ya que, así como nadie habla sin alguien que escuche, así también sin receptor de la acción donal, sin la aceptación de los demás, carece de sentido la misma acción personal y libre.

              Frente al problema de la intersubjetividad a que nos condujo el subjetivismo moderno, ostensible paladinamente en la quinta de las Meditaciones cartesianas de Husserl, el descubrimiento de la existencia libre, de la actividad donal que emerge desde una intimidad personal, resuelve el solipsismo de entrada: mediante la noción de coexistencia; porque la acción donal, la donación, depende de la aceptación ajena y a ella se remite. La existencia personal, libre, es coexistencial: pues sin otro abortaría. Una persona sola es algo absurdo e imposible; como dice Polo: la noción de persona única es un completo disparate[23].

              Cierto que entre los seres naturales también hay interacciones, acciones recíprocas, por las que el desarrollo de cada uno enlaza y depende de otros; en su conjunto, existe un universo. Pero en el caso de las personas, estos entrelazamientos no se producen sólo en el nivel de la conducta, de los resultados de ciertas acciones ejercidas en ciertos ámbitos, o acometidas en grupo; como si todas ellas estuvieran ordenadas ad unum, integradas en el universo. Sino que se produce según una conexión mucho más profunda: que acontece en el plano de la intimidad personal, de la propia existencia; y por eso hablamos de coexistencia, no de sola cooperación. Si no se trata tan sólo de un proyecto particular, sino que es la propia existencia libre la que ha de alcanzarse, y no sin los otros que han de aceptarla, entonces la persona coexiste estrictamente con ellos; no es un mero existente, sino un coexistente.

              No se trata sólo del mit-sein del que nos habló Heidegger, que viene a designar la sociabilidad como característica natural y esencial del hombre, algo realmente innegable; sino de algo más profundo e interior: de un coexistir-con intrínseco y radical; porque es la propia intimidad humana la que se forja al coexistir y se expresa desde su coexistencia, dando y aportando lo propio de cada quién, según su intimidad, pero al tiempo reclamando la aceptación ajena.

            La persona humana, en suma:

- Coexiste con la realidad extramental de un modo teórico, al hacer metafísica y desplegar el resto de su saber, y también de otro práctico, al habitar el mundo con su técnica; una tarea que busca el perfeccionamiento del universo y la propia realización y mejora, pues el hombre es el perfeccionador perfectible[24]. Pero del cosmos el hombre no espera respuesta alguna, ni su aceptación; se limita a cuidarlo y embellecerlo a iniciativa propia.

- La persona coexiste además con otras personas humanas, aunque sea a través de distintas mediaciones, entre las que destaca el lenguaje, la comunicación. En esa coexistencia da a cada uno lo suyo, y además lo que cada quien estima oportuno otorgarle; pero esperando siempre su aceptación y en ocasiones su correspondencia. Por lo demás, a este nivel la iniciativa es conjunta, o recíproca.

- Y, por último, la persona humana coexiste en su intimidad con Dios su creador; a quien puede además destinar enteramente su vida, en la esperanza de que finalmente sea aceptada por él. De esta aceptación, y no de la propia realización y perfeccionamiento, depende el entero ser personal, que así muestra su ser creado. La iniciativa de la creación, claro está, corresponde al creador.

 

 



[1] Cfr. al respecto YEPES, R.: La doctrina del acto en Aristóteles. Eunsa, Pamplona 1993.

[2] Nietzsche afirma el nihilismo metafísico, por postular el eterno retorno de lo mismo como meollo del curso del tiempo.

[3] Hemos expuesto esta idea en nuestro libro El abandono del límite y la distinción real tomista. Bubok, Madrid 2018.

[4] Cfr. al respecto POLO, L.: Nominalismo, idealismo y realismo. Edición de las “Obras completas”, v. XIV. Eunsa, Pamplona 2016.

[5] Summa theologiae I, 4, 1 ad 3.

[6] Kritik der reinen Vernunft A 598-9, B 626-7.

[7] Cfr. al respecto MOJSISCH, B.: Meister Eckhart: analogy, univocity and unity. Grüner, Amsterdam 2001.

[8] Quam cito Deus fuit, tam cito mundum creavit: así termina la primera de las tesis eckhartianas condenadas.

[9] Cfr. BUELA, A.: “Brentano y sus luchas filosóficas”. Miscelánea poliana Málaga 68 (2020) 112-44.

[10] Hemos tratado de la distinción y conexión entre un primer y un segundo Husserl en nuestro trabajo Entre Husserl y Heidegger: la articulación del tiempo o la configuración del espacio; la apropiación del cuerpo y la facticidad de la experiencia. “Differenz” Sevilla 4 (2018) 31-43.

[11] “Hermenéutica de la facticidad” es el título de las lecciones que Heidegger impartió en 1923 en la universidad de Friburgo.

[12] Traducción española: Universitaria, Santiago de Chile 1997.

[13] Traducción española: FCE, México 1954.

[14] Traducción española: Arena, Madrid 2000.

[15] Cfr. nuestro libro: Principio sin continuación. Universidad, Málaga 1998.

[16] Cfr. GABRIEL, M.: Porqué el mundo no existe. Pasado y presente, Barcelona 2015.

[17] La adscripción de la actualidad al pensamiento es la que permite distinguir en torno a él dos existencias: la extramental, fuera del pensamiento, y otra interior que coexiste con ella, y a la que corresponde el carácter de además del pensamiento; justamente esta adverbialidad es lo que expresa la noción de coexistencia. Por eso esta noción no es clásica; ya que en la tradición prima el actualismo, según el cual tanto existen las cosas, ahí puestas ya, como existe quien las piensa, también puesto ahí ya; el ser supremo, por su parte, es el ser siempre actual. Esta observación afecta también a la antropología heideggeriana; pues la noción de ereignis responde a la variable actualidad de las distintas formas de corresponderse pensar y ser, es decir, de la diversa flexión de su copertenencia.

[18] Para Polo la metafísica requiere el abandono del límite mental en su primera dimensión; cfr. El ser I: la existencia extramental. Edición de las “Obras completas”, v. III. Eunsa, Pamplona 2015.

[19] Por ejemplo, la articulación cogitativa de sensibilidad e inteligencia (como propuso Fabro en la línea escolástica; de la que surgió también -si bien de otro modo- el esquematismo kantiano de la Crítica de la razón pura), el tercer grado de abstracción positiva (según lo entiende Maritain, siguiendo la estela aristotélica), el juicio de segundo adyacente (al parecer de Gilson); o bien la separatio tomista, la dialéctica hegeliana, la interrogación heideggeriana, etc. Cfr. al respecto FINANCE, J. de: Conocimiento del ser. Gredos, Madrid 1971.

[20] Cfr. POLO, L.: Antropología trascendental. Edición de las “Obras completas”, v. XV. Eunsa, Pamplona 2016; pp. 262 ss.

[21] Hemos desarrollado esta diferencia en nuestro trabajo Ser causal y ser donal. “Acta philosophica” Roma 27-1 (2018) 63-79.

[22] Cfr. al respecto GONZÁLEZ, A. L.: Persona, libertad, don. Lección inaugural del curso académico 2013-14. Universidad de Navarra, Pamplona 6.IX.2013.

[23] Antropología trascendental, o. c., p. 112.

[24] POLO, L.: Antropología trascendental, o. c., p. 444 nt 120.

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