El cuerpo humano está inacabado para que cada persona
pueda libremente mejorarlo.
La mano, por ejemplo, no es la garra ni la pezuña,
acabadas para sus respectivas finalidades. Por eso, al estar abierta a
múltiples usos, la persona puede utilizar guantes, martillos, y hasta sellar
alianzas.
La corporalidad humana, gracias a los hábitos que
llamamos categoriales (el tener con el cuerpo), amplía sus posibilidades.
El rostro no es la jeta del animal. Está abierto a la
sonrisa y también al llanto, o a la burla. Sabe hacer guiños.
El cuerpo humano no está terminado, y para no ser un
pelele requiere el concurso de la inteligencia, de la persona que hace
desbordar su actividad potenciándola al infinito (pues la inteligencia es
susceptible de crecimiento infinito).
El cuerpo humano manifiesta así la inagotabilidad
propia de la persona.
Glosa
a Juan A. García González: Existencia personal y libertad. Anuario filosófico
nº 95. 2009, p. 332.2
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